Lo más natural de este mundo es hablar de celebraciones cumpleañeras acompañadas de dulces, alguna comidita fuera de lo común y una que otra bebidita. Algo así como un gustazo anual. ¡Ah! y los consabidos regalos.
Esta vez, hoy lunes 31 de marzo, cuando Orielito, mi hijo, llega a sus lindos 25 años y yo 35 más que él para que no suene tan rudo el golpe, ese que todos queremos recibir, pero que nos lleva de la mano a la meditación y no es de esa manera tradicional el tema central.
El regalo especial que le hice a él fue un pequeño disgustico por permanecer en la computadora con esta queratitis (experiencia sobre la que pienso escribir en unos días) y que no me suelta.
Los
días de claustro obligado me han hecho pensar demasiado, algo que no me ocurría
cuando arribé a la edad de mi hijo y creo que por estas jornadas rompí récord
de mis recuerdos, muchos de ellos geniales y repetibles, si tuviera la
posibilidad; sin embargo, otros los borraría del mapa de mi vida, que no es
nada interesante, pero es mía. ¿Algo que repetiría sin pensarlo?, a mi hijo, no
me queda ni un ápice de duda.
Es
mi costumbre conversar mucho con él, le cuento cosas impensables para otras
personas y me da la sensación de que siempre soy comprendida y estos casi dos
meses metida en casa han propiciado un aumento enorme en eso de echar un
párrafo entre nosotros. Él me anima, trata de elevarme la estima y pareciera
como si no encontrara defectos en mí. Eso es lindo, que no solo lo miren a una
sino que la vean con ojos de hijo.
Y
quizá quien esté leyendo piense ¿cuándo viene lo contrario? Sobra decir que
Orielito, ese que me regalé en mi cumpleaños 35 es mi vida misma. Estoy segura
de que él es mejor de lo que yo hubiera logrado, o sea, lo es por sí mismo y
eso me regocija sobremanera. No es ceguera maternal, lo juro.
Entre
tantos pensamientos y habladurías que ocuparon espacios de horarios laborables
llegué a la conclusión de que la vida es un momento y el tiempo no te deja
regresar y como me gusta la música buena, sea popular o la llamada culta y
Orielito es violinista, además, me pasan cosas especiales.
Él
estudia por estos días La Primavera, del italiano Antonio Vivaldi, una música verdaderamente bella y coincidió que
escuché a alguien decir algo así como que sentía que se le iba el otoño y
entraba en la etapa del invierno. Aquella frase me sobrecogió con melancolía y
me pregunté, ¿entro en el otoño o el invierno? Pensé en un frío escalofriante,
de esos que no he sufrido nunca gracias a lo tropical de mi Cuba, con rapidez
me animé y llegué a la conclusión que imagino era semejante a lo sentido por Vivaldi al dejar a la posteridad sus Cuatro Estaciones, esas que no se hacen
notar aquí donde vivimos un eterno verano.
Si A. Vivaldi escribió magistralmente en
sus partituras: El Verano, La
Primavera, El
Otoño y El Invierno y todas son diferentes e iguales a la vez si
de belleza musical se trata, pues entonces así debe ser la vida. Ya sea el
otoño o el invierno tiene de bueno que ya llegué. Ojalá mi hijo y yo que
celebraremos juntos por obligación, estemos donde estemos, encontremos la
estación de la vida con la belleza del instante que nos toque.