domingo, 31 de marzo de 2019

El Día que nací yo…


A los tres añitos pertenecía a la Asociación de Damas de la Colonia Española, allí donde "pasé" tanto trabajo para llegar al mundo.

No, no le pongan música al título, aunque es igual al de una canción de Antonio Quintero, Pascual Guillén y Juan Mostazo, con una letra muy pesimista que, por cierto, no tiene que ver con el tema de hoy, mucho menos con mi vida.
El asunto es que cada 31 de marzo, desde hace 30 años, lo dedico a mi hijo: Mi Razón, porque tuve la dicha de parirlo, así, a lo natural el mismo día que cumplí los 35 años y con 15 minutos de diferencia, él a las siete de la mañana y yo a las siete y 15 minutos, según decía mi madre.
Hoy será de otra manera porque leí hace unos días un trabajo periodístico en el que se hacía referencia y muy bien, a los privilegios de los asociados a la antigua Colonia Española, adonde eran asistidos solo los asociados y familiares. Por eso este año lo dedico a mis padres porque todo lo sucedido fue por mi “culpa” en parte, ellos sufrieron más que yo por razones obvias. Ese Centro es el hospital pediátrico docente provincial Eduardo Agramonte Piña, con una Unidad de Cuidados Intensivos hace más de 35 años, y servicios que acogen niños de las provincias de Ciego de Ávila y Las Tunas, como son: Neurocirugía, Cirugía Neonatal y Oncopediatría.    
Dicho lo anterior resulta que el 31 de marzo de 1954, el día que nací yo —y repito la frase—, la suerte no andaba al lado de ese privilegio ni para mí, ni mi padre, ni mi madre, fue un día muy tenso.
Mi familia tenía esa prerrogativa, eran asociados a ese centro hospitalario, y además, mi mamá el de ser atendida en sus embarazos por el reconocido Dr. Abelín Marrero, quien era amigo de papá y alguien muy especial en mi familia.
Si pudiera recordar la etapa en que yo permanecía dentro de mi madre, estoy segura fui el feto más feliz del mundo y estaría orgullosa de haber sido concebida y protegida por mis padres.
Llegó ese 31 de marzo. Mi madre, esa bella y excelente madre, había tenido a mi hermano Fefi —justo 19 meses antes de mí— y después perdió una niña a los ocho meses de gestación, tuvo que parirla, o sea, fueron tres partos y siempre comentaba: “Vomitaba durante todos los embarazos sin distinción del sexo, incluso, hasta el momento del alumbramiento, eso sí a la hora de parir se juntaban los dolores, la corredera y el parto, nunca hubo tiempo para perder”, y en mi caso no hubo excepción, ni la ropa que traía mi madre pudo quitarse.
Cuando llegó el día que nací yo —y vuelvo a repetir la frasecita— el Dr. Marrero operaba a una señora, era un caso de urgencia, ¿y qué les parece?, a las siete y 15 de la mañana no hubo un médico que la asistiera. Mi padre, abogado desde los veintitantos años, que ya pasaba de los 45, y con el historial de que se desmayaba al ver la sangre, tomó las riendas del asunto y en esa Colonia Española una sola enfermera, muy mayor y casi ciega, se ofreció a hacer el parto con mi padre como ayudante.
Y se preguntarán, ¿todas las enfermeras estaban ocupadas?, pues no, pero ni una se brindó a apoyar ni por humanidad siquiera, es triste decir esto, pero así fue, como eran suplentes estaban a la espera de una plaza fija y quién sabe la conseguirían si esa otra añosa cometía algún error a costa de lo que fuera, ese día, hasta de nuestras propias vidas.
Mi papá asumió el mando, le dio ánimos a la señora y dejó claro en medio de la sala hospitalaria a las otras que si algo les ocurría a su esposa y al bebé pagarían por eso. Contaba que ni un gesto hacían, como si fueran momias o estatuas. Él, mi padre, refería con orgullo: “Ese día no me desmayé y yo sí te vi nacer, primero salieron tus ojos y luego tú”, algo que me causaba vanidad y gracia a la vez.
Quienes hemos parido sabemos que mientras permanecen los dolores lo más importante es parir, nada más, hasta se pierde un poco ese pudor que arrastramos y eso lo repetía mi madre, y como es natural pasado el difícil, pero lindo acto destinado solo a las mujeres, todo vuelve a la normalidad y decía ella que pasó vergüenza con la enfermera porque mi padre la regañó: “No puede peinar a la niña acabada de nacer con su peine sucio”, y hoy pena aparte, le doy toda la razón.
Gracias a Dios, a la vida, a la suerte, a la añosa enfermera de quien desgraciadamente no sé su nombre, a mi padre y, sobre todo a mi madre, estoy haciendo el cuento, justo hoy cuando llego a los 65 años. No he tenido durante mi existencia la mala estrella que dice la canción con el mismo título del escogido por mí; sin embargo, no puede negarse que mi llegada al mundo fue sui géneris, algo raro, al menos eso creo, con todo y los privilegios.