A los tres añitos pertenecía a la Asociación de Damas de la Colonia Española, allí donde "pasé" tanto trabajo para llegar al mundo.
No, no le pongan música al
título, aunque es igual al de una canción de Antonio Quintero, Pascual Guillén
y Juan Mostazo, con una letra muy
pesimista que, por cierto, no tiene que ver con el tema de hoy, mucho menos con
mi vida.
El asunto es que cada 31 de
marzo, desde hace 30 años, lo dedico a mi hijo: Mi Razón, porque tuve la dicha de parirlo, así, a lo natural el
mismo día que cumplí los 35 años y con 15 minutos de diferencia, él a las siete
de la mañana y yo a las siete y 15 minutos, según decía mi madre.
Hoy será de otra manera
porque leí hace unos días un trabajo periodístico en el que se hacía referencia
y muy bien, a los privilegios de los asociados a la antigua Colonia Española,
adonde eran asistidos solo los asociados y familiares. Por eso este año lo
dedico a mis padres porque todo lo sucedido fue por mi “culpa” en parte, ellos
sufrieron más que yo por razones obvias. Ese Centro es el hospital pediátrico docente provincial Eduardo Agramonte Piña, con una Unidad de Cuidados Intensivos hace más de 35 años, y servicios que acogen niños de las provincias de Ciego de Ávila y Las Tunas, como son: Neurocirugía, Cirugía Neonatal y Oncopediatría.
Dicho lo anterior resulta que el 31 de marzo de 1954, el día que nací yo —y repito la frase—, la suerte no andaba al lado de ese privilegio ni para mí, ni mi padre, ni mi madre, fue un día muy tenso.
Dicho lo anterior resulta que el 31 de marzo de 1954, el día que nací yo —y repito la frase—, la suerte no andaba al lado de ese privilegio ni para mí, ni mi padre, ni mi madre, fue un día muy tenso.
Mi familia tenía esa
prerrogativa, eran asociados a ese centro hospitalario, y además, mi mamá el de
ser atendida en sus embarazos por el reconocido Dr. Abelín Marrero, quien era amigo de papá y
alguien muy especial en mi familia.
Si pudiera recordar la etapa
en que yo permanecía dentro de mi madre, estoy segura fui el feto más feliz del
mundo y estaría orgullosa de haber sido concebida y protegida por mis padres.
Llegó ese 31 de marzo. Mi madre, esa bella y excelente madre, había tenido a mi hermano Fefi —justo 19
meses antes de mí— y después perdió una niña a los ocho meses de gestación,
tuvo que parirla, o sea, fueron tres partos y siempre comentaba: “Vomitaba
durante todos los embarazos sin distinción del sexo, incluso, hasta el momento
del alumbramiento, eso sí a la hora de parir se juntaban los dolores, la
corredera y el parto, nunca hubo tiempo para perder”, y en mi caso no hubo
excepción, ni la ropa que traía mi madre pudo quitarse.
Cuando llegó el día que nací yo —y vuelvo a repetir
la frasecita— el Dr. Marrero operaba a una señora, era un caso de urgencia, ¿y
qué les parece?, a las siete y 15 de la mañana no hubo un médico que la
asistiera. Mi padre, abogado desde los veintitantos años, que ya pasaba de los
45, y con el historial de que se desmayaba al ver la sangre, tomó las riendas
del asunto y en esa Colonia Española
una sola enfermera, muy mayor y casi ciega, se ofreció a hacer el parto con mi
padre como ayudante.
Y se preguntarán, ¿todas las
enfermeras estaban ocupadas?, pues no, pero ni una se brindó a apoyar ni por
humanidad siquiera, es triste decir esto, pero así fue, como eran suplentes
estaban a la espera de una plaza fija y quién sabe la conseguirían si esa otra
añosa cometía algún error a costa de lo que fuera, ese día, hasta de nuestras
propias vidas.
Mi papá asumió el mando, le
dio ánimos a la señora y dejó claro en medio de la sala hospitalaria a las
otras que si algo les ocurría a su esposa y al bebé pagarían por eso. Contaba
que ni un gesto hacían, como si fueran momias o estatuas. Él, mi padre, refería
con orgullo: “Ese día no me desmayé y yo sí te vi nacer, primero salieron tus
ojos y luego tú”, algo que me causaba vanidad y gracia a la vez.
Quienes hemos parido sabemos
que mientras permanecen los dolores lo más importante es parir, nada más, hasta
se pierde un poco ese pudor que arrastramos y eso lo repetía mi madre, y como
es natural pasado el difícil, pero lindo acto destinado solo a las mujeres, todo
vuelve a la normalidad y decía ella que pasó vergüenza con la enfermera porque
mi padre la regañó: “No puede peinar a la
niña acabada de nacer con su peine sucio”, y hoy pena aparte, le doy toda
la razón.
Gracias a Dios, a la vida, a
la suerte, a la añosa enfermera de quien desgraciadamente no sé su nombre, a mi
padre y, sobre todo a mi madre, estoy haciendo el cuento, justo hoy cuando
llego a los 65 años. No he tenido durante mi existencia la mala estrella que
dice la canción con el mismo título del escogido por mí; sin embargo, no puede
negarse que mi llegada al mundo fue sui
géneris, algo raro, al menos eso creo, con todo y los privilegios.
Linda cronica melliza, como siempre eres capaz de sacar a la luz un relato tan atractivo, muchas felicidades
ResponderEliminarAmiga, siempre tan fiel. Mil gracias por tu opinión y por las felicitaciones, un abrazo
Eliminargracias muy interesante te felicito no dejes de hacer estos relatos revelan una cuba que muy pococ comentan ., piedo agregar que el padre de mis hermanos tuvo un acidente fue llevado a un hospital o clinica (que estaba cerca del parque agramonte y luego lo convirtieron en una clinica dental)se negaron atenderlo por ser mulato y no fue hasta que llego un amigo que era representante o algo asi del gov de batista y exigio la att que lo tomaron en cuenta srs no todo era color de rosa en aquellos tiempo
ResponderEliminarLa agradecida soy yo, y tiene razón en lo que dice; también le agradezco por tomar parte de su tiempo y comentar, aunque no sé quién es, no importa, su opinión vale..., hay muchas de esas historias por contar...
EliminarVuelvo a comentar porque olvidé ofrecer mis disculpas a mi Melli y al que no sé su nombre por mi demora en responder, pero es que no había entrado a mi dirección de correo. Ya lo saben!!!
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